En él, el dirigente trotskista argentino reivindicaba aquello que creía era lo fundamental del legado político, teórico y programático que León Trotsky dejó al marxismo, a saber: el carácter internacional de la revolución socialista, la lucha contra la burocratización de los sindicatos y de los antiguos Estados obreros y la batalla por la construcción de un partido mundial de la revolución, la IV Internacional.
En sí, el texto de Moreno es incuestionable y permanece actual. No obstante, hoy, en los inicios del siglo XXI, cuando nos aproximamos al centenario de la revolución Rusa, 25 años después de la caída del Muro de Berlín, 23 años después del fin de la Unión Soviética, cuando no existe más ningún Estado obrero en el mundo, cuando la idea del socialismo se encuentra tirada en el barro por los crímenes del stalinismo y continúa siendo identificada con caricaturas bizarras y vergonzosas como Corea del Norte o las sombras de los que un día fueron Estados obreros, como Cuba y China, el legado de Trotsky precisa ser estudiado nuevamente.
¿Tiene sentido ser trotskista? ¿En qué medida el pensamiento de Trotsky permanece actual para aquellos que desean transformar el mundo? ¿Hasta dónde las ideas de Trotsky responden a los anhelos más sinceros de las nuevas generaciones de luchadores sociales que rechazan los viejos métodos burocráticos de los partidos tradicionales, incluso los de izquierda? ¿La teoría-programa trotskista de la revolución permanente no habrá sido superada por las elaboraciones de alguno de los nuevos pensadores marxistas de la segunda mitad del siglo XX, o aun del siglo XXI, o por una combinación de distintas ideas de distintos autores?
Un rápido recorrido por lo que consideramos es el pensamiento de Trotsky debe suministrar los elementos fundamentales para que cada uno pueda hacer su propio juicio.
Marxismo y trotskismo en el siglo XX
Excluyéndose a Lenin (cuya contribución al marxismo excede cualquier parámetro de comparación con cualquier otro autor) y al propio Trotsky (objeto específico de nuestro análisis), podemos afirmar que el marxismo fue profundamente enriquecido a lo largo del siglo XX. Importantes aspectos del pensamiento de Marx fueron perfeccionados o actualizados, algunas lagunas en sus elaboraciones fueron llenadas, preguntas que el propio Marx no se planteó fueron levantadas.
De ese gigantesco y fructífero esfuerzo participaron pensadores como György Lukács, Antonio Gramsci, Rosa Luxemburgo, Louis Althusser y muchos otros, por citar apenas a aquellos que hicieron contribuciones globales al sistema de Marx.
Independientemente de si concordamos o no con tales elaboraciones, es preciso reconocer que estos hombres y mujeres son la prueba definitiva de que el socialismo científico es una obra colectiva, en eterna construcción, que no está ni estará jamás acabada, ni aun en las páginas más brillantes de sus fundadores.
Al analizar el lugar de Trotsky en el marxismo del siglo XX, no basta apelar al hecho de que el dirigente de la revolución de Octubre unió con maestría teoría y práctica a lo largo de toda su vida. Otros también lo hicieron, y merecen la misma honra. Lo gigantesco de Trotsky en comparación con todos los otros pensadores y prácticos marxistas es definido por el hecho de que él, y solamente él, consiguió descifrar el enigma central del siglo pasado, el hecho primordial que determinó todos los otros eventos a partir de 1917 hasta los días de hoy: la burocratización, degeneración y posterior extinción del primer Estado obrero de la historia.
En ese terreno, Trotsky poseyó sobre Lenin la ventaja de haber vivido más. Lenin, que se alejó definitivamente de la vida política el 6 de marzo de 1923 cuando sufrió su tercer derrame, no vio el fenómeno de la burocratización a no ser en sus inicios, y no tuvo tiempo suficiente para hacer sobre él un análisis más meticuloso. Trotsky, por otro lado, armado con la teoría de la revolución permanente y habiendo sido protagonista en la lucha contra la burocracia stalinista durante casi toda la década de 1920, pudo producir una explicación global sobre ese fenómeno.
No era una tarea fácil. Como el propio Trotsky acostumbraba decir, los bolcheviques nunca creyeron en la posibilidad de degeneración burocrática de la URSS simplemente porque su profundo internacionalismo los inducía a la conclusión de que, en caso de que la revolución socialista europea no triunfase, el destino inexorable de la URSS sería la invasión por alguna potencia imperialista extranjera, pero jamás la degeneración. O sea, la sobrevivencia de una URSS aislada, aun degenerada, no era siquiera una hipótesis en 1917. Tal era lo inédito del desafío teórico planteado para al marxismo.
Pero Trotsky no se limitó a analizar la degeneración del primer Estado obrero, explicó sus verdaderas y profundas bases económicas, sociales y políticas. Hizo sobre este fenómeno un doble diagnóstico: o bien la clase obrera soviética retomaba el control efectivo del aparato de Estado por medio de una revolución política contra la burocracia stalinista, o bien el capitalismo sería restaurado por las manos de la propia burocracia.
Cuando fue elaborado, en 1936, tal pronóstico fue recibido con ironía y desprecio por la mayoría de los que se consideraban marxistas. La economía de la URSS crecía a tasas increíblemente altas y el “socialismo en un solo país” parecía haber triunfado de manera definitiva. Casi 50 años después, a mediados de los años de 1980, la burocracia soviética restauró el capitalismo en la URSS por medio de una política de Estado denominada Perestroika, dando entonces la razón a Trotsky.
Si hoy el imperialismo utiliza el fin de la Unión Soviética como motor de su campaña contra el socialismo, es preciso reconocer que, durante casi 50 años, los trotskistas, orientados por Trotsky, alertaron a los trabajadores sobre ese fin inevitable, en caso de que no triunfase en el antiguo imperio de la zares una revolución política antiburocrática.
Es verdad que la crítica marxista a la URSS no es un privilegio de Trotsky o del trotskismo. Muchos otros autores serios levantaron hipótesis y pronósticos que a su tiempo fueron objeto de justificada atención. No obstante, como dice la segunda tesis sobre Feuerbach: “Es en la praxis que el ser humano tiene que comprobar la verdad, es decir, la realidad y el poder, el carácter terreno de su pensamiento”. O sea, la corrección (verdad) de una teoría o concepto no está dada por su coherencia interna. Este es el criterio de la lógica formal, no de la lógica dialéctica, de la lógica de lo concreto. Así, por más elegantes que hayan sido, a su tiempo, las explicaciones producidas por otros marxistas sobre la URSS (“capitalismo de Estado”, “Estado burocrático”, etc.), ninguna de ellas permitió una comprensión total del fenómeno, desde su origen, pasando por su evolución hasta su decadencia y muerte. Solamente el concepto de Estado obrero degenerado –esta idea poco atractiva, de difícil digestión para el sentido común– pudo hacerlo.
El siglo XXI: la actualización del programa marxista
Pero el siglo XX quedó atrás; el fin de la URSS y la restauración del capitalismo en absolutamente todos los antiguos Estados obreros son hechos consolidados en la realidad, por lo menos en la humilde opinión de la corriente a la cual pertenecemos, la Liga Internacional de los Trabajadores.
Además, el mundo se tornó más complejo: nuevas cuestiones políticas, económicas y sociales surgieron, otras perdieron importancia; viejos aparatos contrarrevolucionarios y reformistas desaparecieron, nuevos nacieron; antiguas ilusiones fueron perdidas, muchas otras ocuparon su lugar. Frente a tantas y tantas profundas transformaciones, sería locura y una prueba de extrema ceguera política afirmar que el programa revolucionario del siglo XXI es idéntico al del siglo XX.
Marx, Engels, Lenin y el propio Trotsky actualizaron el programa del socialismo científico innumerables veces, siempre que la realidad lo exigió. Para ellos, el programa revolucionario no era una biblia repleta de escrituras sagradas sino una fotografía provisoria de la realidad, una guía para la acción. En la medida en que cambiara la realidad, debería cambiar también el programa. Actualizar el programa marxista sobre la base de la nueva realidad abierta con el colapso de los Estados obreros y la bancarrota del aparato mundial del stalinismo: tal es el desafío que nos plantea el nuevo siglo.
Pero se engañan aquellos que piensan que el nuevo siglo, sólo porque se llama así, exige algún tipo de “nuevo socialismo”, “nuevas estrategias” o “nuevos sujetos”. En realidad, las elaboraciones teóricas y el programa de Trotsky para el siglo XX son el único sostén sobre el cual puede ser construido un programa socialista para el siglo XXI. Mientras la abrumadora mayoría de la izquierda concluye del fracaso de la URSS la imposibilidad del propio socialismo, el programa trotskista apunta exactamente en el sentido opuesto: lo que fracasó con la URSS fue la estrategia de la coexistencia pacífica con el imperialismo; fracasó la concepción de un partido monolítico, con dirigentes intocables, infalibles, omniscientes y omnipotentes; fracasó la visión de que el socialismo puede ser construido sin la participación de la clase trabajadora en la gestión del Estado; fracasó la tentativa de construir sindicatos “fuertes” sin la participación democrática de los trabajadores en todas las decisiones; fracasó la idea –tan atrayente y tan nefasta– de que las clases medias pueden sustituir al proletariado en la construcción de una sociedad socialista. De todos esos fracasos, ninguno de ellos dice respecto del socialismo o del marxismo. Son fracasos del stalinismo, que no es una corriente del marxismo sino su antítesis.
Para los trotskistas, por lo tanto, se trata de actualizar el programa, pero esa actualización mantendrá inevitablemente la esencia de viejo programa, que deberá ser enriquecido por los nuevos elementos de la realidad. El nuevo programa socialista del siglo XXI es el programa de la lucha implacable contra el imperialismo en todas sus tácticas de opresión, explotación y engaño; de la revolución proletaria; de la democratización radical de los sindicatos y del exterminio del cáncer burocrático en todas las organizaciones de la clase trabajadora; es el programa del retorno de los revolucionarios a la case obrera de donde nunca debieron haber salido; de la lucha contra todo tipo de opresión de género, raza, orientación sexual y nacionalidad, banderas que el stalinismo jamás levantó de verdad; es el programa de la construcción de partidos revolucionarios profundamente democráticos y altamente disciplinados; de la reconstrucción de una internacional marxista que una esos partidos en un estado mayor mundial; y de tantas otras cuestiones que deben surgir y seguramente surgirán.
Trotskismo: el marxismo del siglo XXI
En su autobiografía, Leopold Trepper, el famoso agente soviético que construyó una red de espionaje anti-hitleriano en plena Alemania nazi, se refirió así a los trotskistas:
“La revolución había degenerado en un sistema de terror y de horror; los ideales del socialismo estaban ridiculizados por un dogma fosilizado que los verdugos tenían la desfachatez de llamar marxismo. Todos los que no se sublevaron contra la máquina stalinista son responsables por eso, colectivamente responsables. No hago excepciones, y no escapo a este veredicto.
¿Pero quién protestó? ¿Quién elevó su voz contra el ultraje? Los trotskistas pueden reivindicar esa honra. Incitados por su líder, que pagó la obstinación con la muerte, ellos combatieron sin treguas al stalinismo, y fueron los únicos. En los tiempos de las grandes purgas, sólo podían gritar su oposición en los vastos desiertos helados para donde se los había llevado con el objetivo de exterminarlos. En los campos, su conducta fue digna y aún admirable, pero sus voces se perdieron en la tundra.
Hoy los trotskistas tienen el derecho de acusar a los que entonces aullaron junto con los lobos. Que no olviden, sin embargo, que poseían sobre nosotros la inmensa ventaja de disponer de un sistema político coherente, capaz de sustituir al stalinismo, y al cual podían agarrarse en medio de la profunda miseria de la revolución traicionada”.
Estas líneas dan una pequeña idea de la fuerza que poseen las ideas de Trotsky y del papel que cumplieron en el exacto momento en que la contrarrevolución dirigida por Stalin avanzaba sobre las conquistas de Octubre. Ser anti-stalinista después de la caída del Muro de Berlín no es difícil. Ser anti-stalinista durante 60 años –cuando el stalinismo era la mayor fuerza política de la clase trabajadora mundial– es otra cosa. De eso, solamente los trotskistas fueron capaces. Ninguna otra corriente lo fue. Ninguna.
El trotskismo es el marxismo del siglo XX porque luchó contra la degeneración stalinista con toda la fuerza de que disponía. Pero es también el marxismo del siglo XXI porque la derrota de los regímenes de partido único por las masas soviéticas y del Este europeo –y que inauguró el período histórico en que nos encontramos hoy– fue la confirmación de su tesis más importante, aunque haya ocurrido en Estados que ya no son obreros. Lamentamos, como cualquier obrero consciente, el fin de la economía planificada en aquella región de mundo. Pero no asumimos ninguna responsabilidad por el destino de aquellos Estados mientras estaban en las manos del stalinismo. Nuestro programa era el programa de la revolución política. El muro de Berlín no cayó sobre nuestras cabezas.
La lucha contra el burocratismo y los privilegios, por una vida mejor, por libertad política y artística siempre fue parte inherente de nuestro programa. Es también nuestra lucha. Compartimos con las nuevas generaciones el deseo de tomar en nuestras propias manos el timón de nuestro destino y no entregarlo a ningún héroe, general, o nuevo zar. Desconfiamos junto con ellos de todo secreto, de toda articulación entre bastidores, de toda tentativa de sustituir la acción de la clase trabajadora por la sabiduría de dirigentes iluminados. Por ser y actuar así durante casi 90 años, el trotskismo conquistó el derecho no sólo a la rehabilitación histórica, no sólo al pasado, sino también –y principalmente– el derecho al futuro.
Traducción: Natalia Estrada.