Por el PST de Perú
En pocas horas y en algunas jornadas en varios puntos de la protesta nacional, han caído cerca de medio centenar asesinados y un centenar yace con heridas graves, con las balas que el gobierno de Boluarte ha ordenado disparar contra los manifestantes, al mismo tiempo que ha declarado estado de emergencia, toque de queda y la suspensión de los derechos fundamentales, y bajo cuyo pretexto se viene deteniendo dirigentes y se allanan locales. Una respuesta que cada día enciende más al país y que solo se cerrará con la caída del régimen que encarnan la asesina Boluarte y el odiado Congreso, las dos mascaradas que defienden el orden capitalista hoy profundamente cuestionado.
Gobierno reaccionario
La respuesta represiva del gobierno se puso de manifiesto desde el primer día que se iniciaron las protestas, en diciembre, y tuvo su festín sangriento el 16 de ese mes en Huamanga, Ayacucho, con la muerte de 11 personas. La segunda jornada que se inició –o reinició— los primeros días de enero, sumó 18 víctimas nuevas en Juliaca, Puno.
En estos hechos ni en ninguno de los otros actos represivos, no ha habido ningún exceso ni error. Ha habido y hay una política sistemática dirigida a ahogar la protesta en sangre al estilo de las viejas dictaduras, con el fin de derrotar los reclamos y aspiraciones de los que luchan y defender los propios, esto es de las clases en el poder cuyos intereses se encarnan en el régimen con las figuras de la Boluarte y el Congreso.
Después de cada matanza el premier Alberto Otárola y la presidenta Boluarte han salido ha declarar enfáticamente que no van a retroceder en su decisión de “restablecer el orden”, y han llamado –a sus defendidos—a “tener confianza en la acción de las FFAA y de la Policía Nacional”, es decir, en la represión.
De este modo, lo único que podemos esperar es más de lo mismo que venimos viendo desde hace semanas: más muertes, más represión… y más lucha. Hasta derrotarlos.
De alguna forma, el régimen y la política represiva que despliega, se sustentan en las clases medias urbanas beneficiarias en diversos grados del modelo neoliberal y anestesiadas por el discurso oficial construida desde la campaña electoral contra la amenaza “terrorista”, y que ahora es revivido con el señalamiento de que los que luchan son subversivos, y que están convencidos de que aquí de lo que se trata es de “defender la democracia”.
Esta es una debilidad de la actual lucha, como lo es también la falta de una presencia organizada de la clase obrera, aunque ella o parte de ella se viene sumando a la lucha tanto como esta se extiende y profundiza. La central se ha visto obligada a convocar un Paro Nacional para el jueves 19 de enero.
Pero al mismo tiempo, son tareas pendientes porque va de la mano de la ausencia de un programa y una dirección revolucionarios que una a las clases explotadas a la clase obrera, y haga posible ganar para sus fines a parte o segmentos de los sectores medios.
Estas características de la lucha actual lo asemejan con la que la misma que libró la macrorregión sur en los años 50 y 60 del siglo pasado, con la masiva toma de tierras, que enfrentó el régimen oligárquico de los terratenientes de entonces.
Sus mentiras y nuestras verdades
Como en todo acto oprobioso, el régimen acompaña su acción represiva con una montaña de mentiras destinadas a deslegitimar la lucha, como que es producto de la agitación de grupos subversivos, que es financiada por el narcotráfico y la minería ilegal, y más recientemente han dicho que sería instigado por Evo Morales -a quien se le ha prohibido ingresar al país—, que habría hecho ingresar al país emisarios con armas. Un delirio que sirve para alimentar el miedo de la burguesía y las clases medias y para justificar la represión. Pero que es un agravio para los que luchan en forma autodeterminada, con consciencia de sus actos y en la que incluso dejan la vida de sus mejores hijos. Es decir: no solo no son escuchados, sino además insultados y baleados.
Si cualquiera se sienta a ver episodios históricos para contrastarlos con el que vivimos estos días, podrá ver que el comportamiento de las clases siempre responde a los mismos impulsos o intereses que los motivan. En los años 50-60 cuando se desató la gran movilización campesina en la misma región de la sierra sur, con la toma de tierras, los titulares de los diarios de entonces decían lo mismo: turbas, subversión roja, violencia… (puede verse, por ejemplo, el documental Runan Caycu, en YouTube). Como entonces, el discurso oficial también era rebotado por los medios y en diferentes tonos, mostrando también que los intereses que defendían eran comunes.
Es así que para fabricar su “verdad”, los medios colocan en primera plana los desmanes que se producen (asalto a entidades públicas y privadas), la muerte de un niño que era trasladado en una ambulancia al que un bloqueo le impidió el pase, la muerte de un policía que incluso fue quemado con su vehículo en respuesta por la matanza de Juliaca. Se muestran el uso de avellanas, de armas hechizas, palos y huaracas con la que se lanzan piedras, para señalar que los manifestantes o ciertos grupos están armados.
Es evidente que hay violencia y desborde que nadie celebra ni reivindica. Precisamente estos hechos muestran el carácter masivo y popular de la protesta, su naturaleza casi descontrolada y espontánea, y la cólera que la motiva.
Otárola dice a este respecto: “deben protestar como lo hacen algunos cientos de personas en Lima por las calles de Miraflores: en forma pacífica y ordenada…” Los que se manifiestan en el interior saben perfectamente que por esta vía nunca harán caso a sus reclamos.
Entre fines de los años 50 y los inicios de los 60, siglos de opresión, explotación y abusos explotaron con las tomas de tierras. Estas no se hicieron marchando como en Miraflores sino quemando haciendas, secuestrando y algunas veces matando a hacendados y enfrentando a la policía. Y esto sucedió no porque alguien lo planificó, sino fue la consecuencia a la violencia con la que respondía el Estado.
La violencia genera violencia. Lo que ahora vivimos también es producto de la violencia crónica que sufren las mayorías pobres, y que se acentuó los últimos años.
Pobreza crónica y enriquecimiento de unos cuantos
“El ingreso promedio en 5 de las 7 regiones que conforman la macrorregión sur son más bajas que la media nacional de 1,327 soles mensuales. En Puno, por ejemplo, el ingreso promedio es de 805 soles al mes, el segundo más bajo del país”. Además, en estas regiones más del 40% de la población no tienen acceso adecuado a educación, salud y vivienda (RPP).
La pobreza del campo no lo resolvió la reforma agraria ni la distribución de la tierra. La reforma agraria puso fin a una casta parasitaria, de un lado, y de otro transformó a los campesinos del ande de semiserviles en pequeños propietarios en pobreza crónica. Los transformó en modernos “ciudadanos” con derecho a voto pero eternamente pobres.
De aquí que, después de entregarle la tierra a los campesinos, los andes se convirtieran en bastión para el surgimiento y acción de Sendero en los años 80. Solo la larga onda neoliberal que se inició en los años 90 y tuvo su pico en las dos primeras décadas de este siglo, pudo chorrear algo para estos sectores, hasta que llegó el enfriamiento de la economía que se inició el año 2014. Los albores de la crisis serían agravadas con la pandemia del Covid 19, que se cobró la tasa de muertes más alta del mundo en Perú y que también llevó a la ruina a la economía popular en un país donde más del 70% vive en la llamada informalidad. Y la subsiguiente crisis alimentaria (2022) colocaría a más de la mitad de la población peruana en carencia de alimentos suficientes (según la ONU), sobre todo en las regiones más pobres.
No obstante, a diferencia de la década del 50 que era de bancarrota y condujo a un periodo de reformas y de los 80 que fue otro de bancarrota y que motivó las reformas neoliberales, esta vez la economía funciona, aunque renqueando el paso. Pero para los ricos. Estos no dejaron de ganar ni un minuto, ni en la pandemia.
De este modo, la crisis solo ha servido para profundizar la desigualdad, ubicando al Perú en un ejemplo de profunda desigualdad social en el mundo.
Esto, sumado a la corrupción institucional que podría fin al último atisbo de confianza en los partidos e instituciones de la burguesía emergidos tras la instalación de la democracia el año 2000, y que al mismo tiempo fueron los ejecutores de las políticas neoliberales que acentuaron la desigualdad, condujo a las mayorías empobrecidas a elegir a Pedro Castillo como presidente, con su programa de reformas de tibio nacionalismo, pero con la firme esperanza de ver realizado sus sueños de alcanzar justicia.
Pero la burguesía, acostumbrada a no compartir ganancias ni distribuir riquezas, más al contrario dedicada a cebarse con las prebendas del modelo, descargó contra él y sus seguidores todo su odio, del mismo modo que lo hacían los oligarcas del siglo pasado contra las rebeliones campesinas y sus líderes. Por eso, pese a todo lo que se dijo y se dice de Pedro Castillo, y todo lo desastroso que fue su gobierno defraudando incluso las expectativas populares, se le apoyaba en aquellos sectores, no se creía ni creen en lo que dicen los grandes medios de comunicación, y ante la vacancia lo que vieron fue la consumación del golpe tan anunciado. Vieron incluso la algarabía desatada por la mayoría enemiga del Congreso.
¿“Resaca” o rebelión?
Por eso se desata la bronca popular, y surge en las localidades más pobres del interior donde la fidelidad e identidad con el líder era total. Pero por arriba se veía la protesta como un hecho pasajero. Otárola incluso se refirió a ella como “la resaca”, y pronosticaba que, dado su marginalidad y el enorme poder de las instituciones (el apoyo del Congreso) y entre ellas de las FFAA y FFPP, sería controlada en pocos días. Y con la matanza de Huamanga pensó que ya se infligía el escarmiento necesario.
Así, cuando la protesta se reprogramó para enero muy pocos le daban crédito. Algunos “analistas” muy bien informados incluso auguraban que sería “Una protesta estéril” (R. Uceda, 08.01.23, EC). Hasta que comenzó a incendiarse la pradera. Porque las protestas fueron respondidas con balas a diestra y siniestra. Se respondió al fuego echándole cada vez más gasolina.
Con la matanza de estos días lo único que han logrado es ratificar, ante los ojos de los que luchan, quienes son sus enemigos y los intereses que defienden (las multinacionales y grandes capitalistas). No solo porque responden de la misma forma que los tratan siempre sus opresores y explotadores, sino además porque desprecian sus vidas mandando a disparar contra ellos.
Matan a sus mejores hijos, que de terroristas no tienen nada. Los líderes campesinos que lucharon por la tierra sufrieron lo mismo: Eduardo Sumire, dirigente de la Federación Campesina del Cusco, fue encarcelado, torturado y vejado más de 70 veces. Lo mismo sucedió con Saturnino Huillca. Hugo Blanco fue detenido, torturado y condenado a 25 años de cárcel. Y ninguno, ninguno fue doblegado ni pestañeó ni un solo minuto en su justa lucha. Muchos murieron luchando, como ahora. Y lo único que todo esto produjo fue confirmar en sus líderes y en las masas que su lucha era legítima, y la endurecieron hasta ganar.
En el Cusco, el 12 de enero, en otro enfrentamiento cayó muerto de un balazo Remo Candia Guevara, presidente de la Federación Campesina de Canas, que a la cabeza de su pueblo había llegado a la ciudad imperial en el marco de la protesta. En Juliaca, el fatídico 09 de enero, Carlos Monge Medrano, un joven médico que auxiliaba a los heridos por la balacera desatada ese día contra la protesta, cayó también producto de un balazo. Otra de las víctimas era un simple vendedor de adoquines (helados).
Estos son los hijos que llora el pueblo. Esos son los “terrucos” que pinta el gobierno y sus acólitos.
Lo más increíble en todo esto es la forma hipócrita como se expresan las autoridades, hiriendo más los sentimientos de dolor de los que luchan. Boluarte rompió su silencio pidiendo un falso “perdón” porque al mismo tiempo culpó de los hechos a supuestos azuzadores, y llamó a la “paz” mientras ratificaba la continuidad de su política represiva. Otárola no tiene un desempeño mejor: dice que primero es la ley y el orden y después las vidas, que los atacados son la Policía Nacional y las FFAA y no los manifestantes. Y, suelto de huesos, pide incluso que “investiguen” de dónde vienen las balas, que no serían de ellos sino de agentes bolivianos infiltrados en el país.
Así, la identidad del gobierno con la derecha no puede ser más manifiesta. Al día siguiente de la masacre de Juliaca, la mayoría derechista del Congreso le dio el voto de confianza al gabinete Otárola, al son de gritos destemplados de éste en favor del “orden”, revelando la alianza que sostiene al gobierno. Nadie defiende más y mejor al gobierno y la política que desarrolla que la derecha, el empresariado y la gran prensa; poniendo así en evidencia a los que luchan, a los enemigos que enfrentan.
Cambiar algo para que todo siga igual
No obstante, esta tremenda lucha popular y los costos que viene acarreando, sólo han motivado pequeños cambios en la política de gobierno. Primero se anunció un adelanto de elecciones para el 2024. Ahora, apremiado por el incendio social en curso, desde sectores dominantes se presiona para fines de este año. La decisión no es fácil porque quien debe aprobarlo es el Congreso, y en él la mayoría de centro derecha con el apoyo de renegados de la izquierda que no quieren dejar la mamadera, creen que no deben retroceder ante la protesta. Y todos, con las alas más radicales de la “democracia” enfrente, plantean que se mantenga Boluarte y el Congreso, porque serían la “garantía” de una transición más o menos ordenada. Esto es, una transición a lo Morales Bermúdez: un dictador que luego de la gran ola revolucionaria de 1977-1978 donde dispuso una feroz represión, hizo un calendario electoral para el retiro ordenado de las FFAA a sus cuarteles, y lo cumplió gracias a la colaboración de partidos burgueses como el Apra y el PPC, que hoy no existen.
Después de los hechos de sangre que bañan al país, el sentimiento es unánime: abajo Boluarte y el Congreso; es decir, abajo el régimen. Nada va a paliar la lucha actual si no es hasta lograr estas demandas. Nada. Ambos son responsables de las masacres producidas y son la encarnación de un régimen corrupto, antipopular y defensor de los privilegios que ostentan ricos, capitalistas y saqueadores de los recursos naturales que se extraen de esas mismas entrañas donde la población sigue pobre y hoy se rebela. Y no solo deben irse sino deben ser encarcelados.
La caída de régimen debe significar la elección de un gobierno transitorio elegido por el mismo Congreso que convoque a alecciones inmediatas.
Una situación similar fue lo que sucedió el año 2000 con la caída de Fujimori. Entonces derrotamos un régimen bonapartista, en una lucha democrática donde participaron casi todos los partidos de la burguesía, y que inauguró un periodo de democracia parlamentaria. Esta vez el enfrentamiento o cuestionamiento de raíz es del régimen “democrático” con sus partidos reaccionarios o fantasmas. De producirse el triunfo revolucionario, generaría gobierno absolutamente débil, una suerte de vacío de poder, y abriría curso a un proceso electoral incierto.
Es justamente esto lo que se teme cuando hoy, por arriba, todos se aferran a las faldas de la Boluarte, que, a la sazón, para completar el drama, siendo un títere pretende estar jugando un rol histórico.
Por una estrategia revolucionaria
La caída del régimen abriría una transición caótica e impredecible, pero por los causes de la burguesía. Incluso la propuesta de Constituyente, la más radical de las propuestas al mismo tiempo brutalmente combatida por la burguesía y sus ideólogos y visto por un amplio sector de clase media como el mismo Soviet, sería una salida por esa vía.
Los revolucionarios hacemos nuestro en el momento actual las banderas democráticas que enarbolan la actual lucha: abajo Boluarte y el Congreso, adelanto de elecciones, elecciones a una Constituyente.
Pero, la verdadera salida no es revivir lo que está muerto o casi muerto. No es revivir la democracia que es el régimen político de la burguesía y que las mayorías en lucha ya han descubierto no solo como la falsa careta de sus explotadores y opresores. Hay que levantar una alternativa auténticamente obrera y popular, que realmente sea democrática y que sea capaz de realizar los cambios que se necesitan, como nacionalizar las minas, los oligopolios y las tierras para planificar la economía y orientarla a resolver las necesidades de salud, educación, vivienda y servicios. Esto es un gobierno obrero y popular.
Esta es nuestra bandera y es nuestra estrategia. ¿De qué forma materializarla?
Contra el moribundo régimen de la burguesía, se ha puesto de pie otro poder de hecho, el de las masas empobrecidas en lucha. Este poder debe centralizarse y organizarse. Ahora para ganar las reivindicaciones planteadas. Y mañana, luego de la victoria, resolver la cuestión del poder planteando, desde el poder organizado de los trabajadores y el pueblo, tomarlo en nuestras manos.
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