Conferencia pronunciada por Trotsky en el año 1932, en Dinamarca, Copenhague.
León Trotsky
Queridos oyentes: Permítanme, en primer término, expresar mi sincero pesar de no poder hablar en lengua danesa ante un auditorio de Copenhague. No sabemos si los oyentes perderán algo por ello. En lo que concierne al conferenciante, la ignorancia del idioma danés le quita la posibilidad de seguir la vida y la literatura escandinavas directamente, de primera mano y en el original. ¡Y esto es una gran pérdida!
El idioma alemán, al cual estoy obligado a recurrir aquí, es potente y rico; pero “mi lengua alemana” es bastante limitada. Además, cuando se trata de cuestiones complicadas sólo es posible explicarse con la necesaria libertad en la propia lengua. Por lo tanto, pido por adelantado la indulgencia del auditorio.
La primera vez que estuve en Copenhague fue con motivo del Congreso socialista internacional, y guardé siempre los mejores recuerdos de vuestra ciudad. Pero esto se remonta a casi un cuarto de siglo. En el Ore-Sund y en los fiordos, el agua ha cambiado muchas veces. Pero no sólo el agua. La guerra ha quebrado la columna vertebral del viejo continente europeo. Los ríos y los mares de Europa han transportado con ellos mucha sangre humana.
La humanidad, en particular su parte europea, ha pasado por duras pruebas; se ha vuelto más sombría, más brutal. Todas las formas de lucha se han hecho más ásperas. El mundo ha entrado en una época de grandes cambios. Sus exteriorizaciones extremas son la guerra y la revolución.
Antes de pasar al tema de mi conferencia, creo un deber expresar mi agradecimiento a los organizadores de este acto, la Asociación de Estudiantes Socialdemócratas de Copenhague.
Lo hago en calidad de adversario político. Es verdad es que mi conferencia trata sobre cuestiones histórico-científicas y no de tareas políticas. Subrayo esto también desde el principio. Pero es imposible hablar de una revolución de la que ha surgido la República de los Soviets sin plantear una posición política. En mi calidad de conferenciante, mi bandera sigue siendo la misma que aquélla bajo la cual participé en los acontecimientos revolucionarios.
Hasta la guerra, el partido bolchevique perteneció a la socialdemocracia internacional. El 4 de agosto de 1914, el voto de la socialdemocracia alemana en favor de los créditos de guerra puso fin, de una vez para siempre, a esta unidad y abrió la era de la lucha incesante e intransigente del bolchevismo contra la socialdemocracia. ¿Significa esto, por tanto, que los organizadores de esta reunión han cometido un error al invitarme como conferenciante?
En todo caso, el auditorio estará en condiciones de juzgarlo solamente después de mi conferencia. Para justificar mi aceptación a la amable invitación para hacer una exposición sobre la Revolución Rusa, me permitiré recordar que, durante los treinta y cinco años de mi vida política, el tema de la Revolución Rusa ha sido el eje práctico y teórico de mis preocupaciones y de mis actos. Creo, por tanto, que esto me da algún derecho a esperar poder ayudar no solamente a mis amigos en ideas, sino también a los adversarios –por lo menos de partido– a comprender mejor muchos rasgos de la revolución que hasta hoy escapaban a su atención. En una palabra, el objeto de mi conferencia es ayudar a comprender. No me propongo aquí propagar ni llamar a la revolución, sólo quiero explicar.
No sé si en el Olimpo escandinavo había también una diosa de la rebelión. Lo dudo. De cualquier modo, no solicitaremos hoy sus favores. Vamos a poner nuestra conferencia bajo el signo de Snotra, la vieja diosa del conocimiento. No obstante, el carácter dramático de la revolución como acontecimiento vital, trataremos de estudiarla con la impasibilidad del anatomista. Si el conferenciante a causa de ello resulta más seco, los oyentes, espero, sabrán justificarlo.
Para empezar, fijemos algunos principios sociológicos elementales, que son sin duda familiares a todos ustedes; pero que debemos tener presentes al ponernos en contacto, con un fenómeno tan complejo como la revolución. La sociedad humana es el resultado histórico de la lucha por la existencia y de la seguridad en el mantenimiento de las generaciones. El carácter de la sociedad es determinado por el carácter de su economía; el carácter de su economía es determinado por el de sus medios de producción.
A cada gran época en el desarrollo de las fuerzas productivas corresponde un régimen social definido. Hasta ahora cada régimen social ha asegurado enormes ventajas a la clase dominante. De lo dicho resulta evidente que los regímenes sociales no son eternos. Nacen históricamente y se convierten en obstáculos al progreso ulterior. “Todo lo que nace es digno de perecer”.
Pero nunca una clase dominante ha abdicado voluntaria y pacíficamente su poder. En las cuestiones de vida y muerte los argumentos fundados en la razón nunca han reemplazado a los argumentos de la fuerza. Esto es triste decirlo; pero es así. No hemos sido nosotros los que hemos hecho este mundo. Sólo podemos tomarlo tal cual es.
La revolución significa un cambio del régimen social. Ella trasmite el poder de las manos de una clase que ya está agotada a las manos de otra clase en ascenso. La insurrección constituye el momento más crítico y más agudo en la lucha de dos clases por el poder. La sublevación no puede conducir a la victoria real de la revolución y al levantamiento de un nuevo régimen, sino se apoya sobre una clase progresiva capaz de agrupar en torno suyo a la inmensa mayoría del pueblo.
A diferencia de los procesos de la naturaleza, la revolución realiza por los hombres. Pero en la revolución también los hombres obran bajo la influencia de condiciones sociales que no son libremente elegidas por ellos, sino que son heredadas del pasado y que les señalan imperiosamente el camino. Precisamente por tal causa, y nada más que por esto, es que la revolución tiene sus propias leyes.
Pero la conciencia humana no se limita a reflejar pasivamente las condiciones objetivas, sino que tiene la virtud de reaccionar activamente sobre las mismas. En ciertos momentos esta reacción adquiere un carácter de masa, tenso, apasionado. Entonces se derrumban las barreras del derecho y del poder. Precisamente, la intervención activa de las masas en los acontecimientos constituye el elemento principal de la revolución.
Y, sin embargo, la actividad más fogosa puede quedar simplemente reducida al nivel de una demostración, de una rebelión, sin elevarse a la altura de la revolución.
La sublevación de las masas debe conducir al derrumbamiento de la dominación de una clase y al establecimiento de la dominación de otra. Solamente así tendremos una revolución consumada. La sublevación de las masas no es una empresa aislada que se puede provocar a capricho, sino que representa un elemento objetivamente condicionado en el desarrollo de la sociedad. Pero esto no quiere decir que una vez que se den las condiciones objetivas de la sublevación, se deba esperar pasivamente, con la boca abierta: en los acontecimientos humanos también hay, como dijo Shakespeare, flujos y reflujos: “There is a tide in the affairs of men which taken at the flood, leads on to fortune” . Para barrer el régimen que se sobrevive, la clase avanzada debe comprender que ha sonado la hora y proponerse la tarea de la conquista del poder.
Aquí se abre el campo de la acción revolucionaria consciente, donde la previsión y el cálculo se unen a la voluntad y a la bravura. Dicho de otra manera: aquí se abre el campo de la acción del partido.
El partido revolucionario es la condensación de lo más selecto de la clase avanzada. Sin un partido capaz de orientarse en las circunstancias, de apreciar la marcha y el ritmo de los acontecimientos y de conquistar a tiempo la confianza de las masas, la victoria de la revolución proletaria es imposible.
Tal es la relación de los factores objetivos y subjetivos de la revolución y de la insurrección. Como muy bien sabéis, en las discusiones, los adversarios –en particular en la teología– tienen la costumbre de desacreditar frecuentemente la verdad científica llevándola al absurdo. Esta verdad se llama en lógica reductio ad absurdum. Vamos a tratar de seguir el camino opuesto, es decir, que tomaremos como punto de partida un absurdo con el fin de aproximarnos con mayor seguridad a la verdad. Realmente no tenemos derecho a lamentarnos por falta de absurdos. Tomemos uno de los más frescos y más gruesos.
El escritor italiano Malaparte, algo así como un teórico fascista –también existe esto–, ha publicado recientemente un libro sobre la técnica del golpe de Estado. El autor consagra, naturalmente, un número no despreciable de páginas de su “investigación” a la insurrección de octubre.
A diferencia de la “estrategia” de Lenin, que permanece unida a las relaciones sociales y políticas de la Rusia de 1917, “la táctica de Trotsky no está –según los términos de Malaparte– unida por nada a las condiciones generales del país”. ¡Tal es la idea principal de la obra!
Malaparte obliga a Lenin y a Trotsky en las páginas de su libro a entablar numerosos diálogos en los cuales los interlocutores dan prueba de tan poca profundidad de pensamiento como la naturaleza puso a disposición de Malaparte.
A las objeciones de Lenin sobre las premisas sociales y políticas de la insurrección, Malaparte atribuye a Trotsky la respuesta literal siguiente: “Vuestra estrategia exige demasiadas condiciones favorables, y la insurrección no tiene necesidad de nada, se basta po sí misma”. ¿Ustedes entienden?; “la insurrección no tiene necesidad de nada”. Tal es precisamente, queridos oyentes, el absurdo que debe servirnos para aproximarnos a la verdad.
El autor repite con mucha persistencia que en octubre no fue la estrategia de Lenin, sino la táctica de Trotsky lo que triunfó. Esta táctica amenaza, según sus propias palabras, aun en la actualidad, la tranquilidad de los Estados europeos. “La estrategia de Lenin –cito textualmente– no constituye ningún peligro inmediato para los gobiernos de Europa. La táctica de Trotsky constituye para éstos un peligro actual y, por tanto, permanente”.
Más concretamente: “Pongan a Poincaré en lugar de Kerensky, y el golpe de Estado bolchevique de octubre de 1917 habría logrado el éxito igualmente”. Resulta difícil creer que semejante libro sea traducido a diversos idiomas y acogido seriamente.
En vano trataríamos de profundizar por qué, en general, la estrategia de Lenin que depende de las condiciones históricas, es necesaria, si la “táctica de Trotsky” permite resolver la misma tarea en todas las situaciones. ¿Y por qué las revoluciones victoriosas son tan raras, si para su triunfo, sólo basta con un par de recetas técnicas?
El diálogo entre Lenin y Trotsky presentado por el escritor fascista es, en el espíritu como en la forma, una invención inepta desde el principio al fin. Semejantes invenciones circulan muchas por el mundo. Por ejemplo, acaba de editarse en Madrid, bajo mi firma, un libro: Vida de Lenin, del cual soy tan poco responsable como de las recetas tácticas de Malaparte. El semanario de Madrid Estampa publicó este supuesto libro de Trotsky sobre Lenin en extractos de capítulos enteros que contienen ultrajes abominables contra la memoria del hombre que yo estimaba y que estimo incomparablemente más que a cualquiera otro entre mis contemporáneos.
Pero abandonemos a los falsarios a su suerte. El viejo Wilhelm Liebknecht, el padre del combatiente y héroe inmortal, Karl Liebknecht, acostumbraba repetir: “El político revolucionario debe estar provisto de una gruesa piel”. El doctor Stockmann, más expresivo aún, recomendaba a todo el que se propusiera ir al encuentro de la opinión pública no ponerse los pantalones nuevos. Registremos estos dos buenos consejos y pasemos acto seguido al orden del día.
¿Cuáles son las preguntas que la Revolución de Octubre despierta en un hombre reflexivo? ¿Primera, ¿por qué y cómo esta revolución ha sido coronada con el éxito? O, más concretamente, ¿por qué la revolución proletaria ha triunfado en uno de los países más atrasados de Europa? Segunda, ¿Qué es lo que ha traído la Revolución de Octubre? Y por último tercera, ¿se ha realizado lo que se esperaba de ella?
A la primera pregunta –sobre las causas– se puede ya contestar de una forma más o menos completa. He tratado de hacerlo lo más explícitamente posible, en mi Historia de la Revolución. Aquí, sólo puedo formular las conclusiones más importantes. El hecho de que el proletariado haya llegado al poder por primera vez en un país tan atrasado como la antigua Rusia zarista, sólo a primera vista parece misterioso; en realidad es completamente lógico. Se podía prever y se previó. Es más: bajo la perspectiva de este hecho, los revolucionarios marxistas edificaron su estrategia mucho antes de desarrollarse los acontecimientos decisivos. La explicación primera es la más general: Rusia es un país atrasado, pero es sólo una parte de la economía mundial, un elemento del sistema capitalista mundial. En este sentido, Lenin resolvió el enigma de la revolución rusa con la siguiente fórmula lapidaria: la cadena se ha roto por su eslabón más débil.
Una ilustración clara: la Gran Guerra, salida de las contradicciones del imperialismo mundial, arrastró en su torbellino países que se hallaban en diferentes etapas de desarrollo, pero planteó las mismas exigencias a todos por igual. Claro está que las cargas de la guerra debían ser particularmente insoportables para los países más atrasados. Rusia fue la que primero se vio obligada a ceder terreno. Pero para liberarse de la guerra, el pueblo ruso debía abatir a las clases dirigentes. Así fue cómo la cadena de la guerra se rompió por su eslabón más débil. Pero la guerra no es una catástrofe que viene del exterior, como un terremoto. Es, para hablar con el viejo Clausewitz , la continuación de la política por otros medios.
Durante la guerra, las tendencias principales del sistema imperialista de tiempos de “paz” sólo se exteriorizaron más crudamente. Cuanto más elevadas sean las fuerzas productivas generales; cuanto más tensa es la competencia mundial, cuanto más agudos se manifiesten los antagonismos; cuando más desenfrenado se desarrolle el curso de los armamentos, tanto más penosa resulta la situación para los participantes más débiles. Precisamente ésta es la causa por la cual los países más atrasados ocupan los primeros lugares en la serie de derrumbamientos. La cadena del capitalismo mundial tiende siempre a romperse por los eslabones más débiles.
Si a causa de ciertas circunstancias extraordinarias, o extraordinariamente desfavorables -por ejemplo, una intervención militar victoriosa del exterior o faltas irreparables del propio gobierno soviético-, se restableciere el capitalismo ruso sobre el inmenso territorio soviético, su inevitable insuficiencia histórica la haría muy pronto caer de nuevo, víctima de las mismas contradicciones que le condujeron en 1917 a la explosión.
Ninguna receta táctica hubiera podido dar vida a la Revolución de Octubre de no llevarla Rusia en sus propias entrañas. El partido revolucionario no puede finalmente pretender otro rol que el de partera que se ve obligado a recurrir a una operación por cesárea.
Se me podría objetar: vuestras consideraciones generales pueden ser suficientes para explicar por qué razón la vieja Rusia (este país donde el capitalismo atrasado, junto a un campesinado miserable, estaba coronado por una nobleza parasitaria y por una monarquía putrefacta), tenía que naufragar. Pero en la imagen de la cadena y del más débil eslabón falta todavía la llave del enigma: ¿cómo en un país atrasado podía triunfar la revolución socialista? Porque la historia conoce muchos ejemplos de decadencia de países y de culturas que, tras el hundimiento simultáneo de las viejas clases, no han encontrado ningún relevo progresivo. El hundimiento de la vieja Rusia hubiera debido, a primera vista, transformar el país en una colonia capitalista más que en un Estado socialista. Esta objeción es muy interesante y nos lleva directamente al corazón del problema. Y sin embargo esta objeción es viciosa; yo diría desprovista de proporción interna. Por un lado, proviene de una concepción exagerada en lo que concierne al retraso de Rusia; por el otro, de una falsa concepción teórica en lo que respecta al fenómeno del retraso histórico en general.
Los seres vivos, entre otros, el hombre naturalmente también, atraviesan siguiendo su edad, estadios de desarrollo semejantes. En un niño normal de 5 años, se encuentra cierta correspondencia entre el peso, la talla y los órganos internos. Pero esto ya ocurre de otra manera con la conciencia humana. En oposición con la anatomía y la fisiología, la psicología, tanto la del individuo como la de la colectividad, se distingue por una extraordinaria capacidad de asimilación, flexibilidad y elasticidad: en esto mismo reside también la ventaja aristocrática del hombre sobre su pariente zoológico más próximo de la especie de los monos. La conciencia susceptible de asimilar y flexible, confiere como condición necesaria del progreso histórico a los “organismos” llamados sociales, a diferencia de los organismos reales, es decir, biológicos, una extraordinaria variabilidad de la estructura interna. En el desarrollo de las naciones y de los Estados, de los capitalistas en particular, no hay similitud ni uniformidad. Diferentes grados de cultura, incluso sus polos opuestos, se aproximan y se combinan con mucha frecuencia en la vida de un país.
No olvidemos, queridos oyentes, que el retraso histórico es una noción relativa. Si hay países atrasados y avanzados, hay también una acción recíproca entre ellos; existe la presión de los países avanzados sobre los retardatarios; existe la necesidad para los países atrasados de alcanzar a los países progresistas, de obtener la técnica, la ciencia, etcétera. Así surgió un tipo combinado de desarrollo: los rasgos más retrasados se acoplan a la última palabra de la técnica y del pensamiento mundial. Finalmente, los países históricamente atrasados, para superar su retraso, se ven a veces obligados a sobrepasar a los demás.
La elasticidad de la conciencia colectiva da la posibilidad de alcanzar en ciertas condiciones en el terreno social, el resultado que en psicología individual se llama “la compensación”. En este sentido, se puede afirmar que la Revolución de Octubre fue para los pueblos de Rusia un medio heroico de superar su propia inferioridad económica y cultural.
Pero pasemos sobre estas generalizaciones histórico-políticas, que quizá sean un poco abstractas, para plantear la misma cuestión bajo una forma más concreta, es decir, a través de los hechos económicos vivos. El retraso de la Rusia del siglo XX se expresa más claramente así: la industria ocupa en el país un lugar mínimo en comparación con la aldea, el proletariado en comparación con el campesinado. De conjunto, esto significa una baja productividad del trabajo nacional. Bastaría decir que, en vísperas de la guerra, cuando la Rusia zarista había alcanzado la cumbre de su prosperidad, la renta nacional era de 8 a 10 veces inferior que la de Estados Unidos. Esto expresa numéricamente “la amplitud” del retraso, si es que podemos servirnos de la palabra amplitud en lo que concierne al retraso.
Al mismo tiempo la ley del desarrollo combinado se expresa, a cada paso, en el terreno económico, tanto en los fenómenos simples como en los complejos. Casi sin rutas nacionales, Rusia se vio obligada a construir ferrocarriles. Sin haber pasado por el artesanado europeo y la manufactura, Rusia pasó directamente a la producción mecanizada. Saltar las etapas intermedias, tal es el destino de los países atrasados.
Mientras que la economía campesina permanecía frecuentemente al nivel del siglo XVII, la industria de Rusia, si no es por su capacidad por lo menos por su tipo, se encontraba al nivel de los países avanzados y sobrepasaba a éstos bajo variadas relaciones. Basta decir que las empresas gigantes con más de mil obreros ocupaban en los Estados Unidos menos del 18 % del total de los obreros industriales, y por el contrario, en Rusia la proporción era de 41%. Este hecho no concuerda con la concepción trivial del retraso económico de Rusia. Sin embargo, esto no contradice el retraso, sino que lo completa dialécticamente.
La estructura de clase del país entrañaba también el mismo carácter contradictorio. El capital financiero de Europa industrializó la economía rusa a un ritmo acelerado. La burguesía industrial pronto adquiere un carácter de gran capitalismo, enemigo del pueblo. Además, los accionistas extranjeros viven fuera del país. Por el contrario, los obreros eran naturalmente rusos. Una burguesía rusa numéricamente débil, que no tenía ninguna raíz nacional, se encontraba de esta forma opuesta a un proletariado relativamente fuerte, con potentes y profundas raíces en el pueblo.
Al carácter revolucionario del proletariado contribuyó el hecho de que Rusia, precisamente como país atrasado, obligada a alcanzar los adversarios, no había llegado a elaborar un conservadurismo social o político propio. Como la nación más conservadora de Europa, incluso del mundo entero, el más viejo país capitalista, Inglaterra, me da la razón. Muy bien podría ser considerada Rusia como el país más desprovisto de conservadurismo. El proletariado ruso, joven, lozano, resuelto, sólo constituía sin embargo una ínfima minoría de la nación. Las reservas de su potencia revolucionaria se encontraban por fuera del proletariado incluso en el campesinado, que vivía en una semiservidumbre, y en las nacionalidades oprimidas.
La cuestión agraria constituía la base de la revolución. La antigua servidumbre estatal-monárquica era doblemente insoportable en las condiciones de la nueva explotación capitalista. La comunidad agraria ocupaba alrededor de 140 millones de deciatinas. A 30.000 grandes terratenientes, poseedores cada uno, término medio, de más de 2.000 deciatinas, les correspondían en total 70 millones de deciatinas, es decir, tanto como a 10 millones de familias campesinas, o 50 millones de seres que forman la población agraria. Esta estadística de la tierra constituía un programa acabado de insurrección campesina.
Un noble, Boborkin, escribió en 1917 al chambelán Rodzianko, presidente de la última Duma del Estado: “Soy un terrateniente y no se me ocurre pensar, ni por un momento, que tenga que perder mi tierra, y menos por un fin increíble: para hacer una experiencia socialista”. Pero las revoluciones tienen precisamente como tarea llevar adelante lo que no entra en la cabeza de las clases dominantes.
En el otoño de 1917, casi todo el país era un vasto campo de levantamientos campesinos. De 621 distritos de la vieja Rusia, 482, es decir, el 77%, estaban influidos por el movimiento. El resplandor del incendio de la aldea iluminaba la arena de la sublevación en las ciudades. ¡Pero –me podrán objetar– la guerra campesina contra los terratenientes es uno de los elementos clásicos de la revolución burguesa y no de la revolución proletaria! Yo respondo: ¡completamente correcto, así sucedió en el pasado! Pero es que, precisamente, la impotencia de la sociedad capitalista para vivir en un país históricamente atrasado se expresa en el hecho de que la sublevación campesina no impulsa hacia adelante a clases burguesas en Rusia, sino por el contrario, las arroja definitivamente al campo de la reacción. Si el campesino no quería desaparecer, no le quedaba otra cosa que la alianza con el proletariado industrial. Esta ligazón revolucionaria de las dos clases oprimidas fue prevista genialmente por Lenin y la preparó a través de un largo trabajo.
Si la cuestión agraria hubiese sido resuelta por la burguesía, entonces, seguramente el proletariado no hubiera conquistado el poder de ninguna manera en 1917. Pero habiendo llegado demasiado tarde, caída precozmente en decrepitud, la burguesía rusa, rapaz y traidora, no tuvo la osadía de levantar la mano contra la propiedad feudal. Así, le entregó el poder al proletariado y al mismo tiempo el derecho a disponer del destino de la sociedad burguesa.
Para que el Estado soviético fuera una realidad, era necesaria la acción combinada de dos factores de naturaleza histórica diferente: la guerra campesina, es decir, un movimiento que es característico de la aurora del desarrollo burgués, y la sublevación proletaria, que anuncia el declinar del movimiento burgués. En esto reside el carácter combinado de la Revolución Rusa.
Basta que el oso campesino se levante, afianzado sobre sus patas traseras, para dar a conocer lo terrible de su acometida. Sin embargo, no está en condiciones de dar a su indignación una expresión consiente. Necesita un dirigente. Por primera vez en la historia del mundo, el campesinado insurgente encontró en el proletariado un dirigente leal.
Cuatro millones de obreros de la industria y de los transportes dirigen a 100 millones de campesinos. Tal fue la relación natural e inevitable entre el proletariado y el campesinado en la revolución.
La segunda reserva revolucionaria del proletariado estaba constituida por las nacionalidades oprimidas, integradas, asimismo, por campesinos en su mayor parte. El carácter extensivo del desarrollo del Estado, que se extiende como una mancha de aceite del centro moscovita hasta la periferia está estrechamente ligado al retraso histórico del país. Al este subordina a las poblaciones aún más atrasadas para mejor sofocar, apoyándose en ellas, a las nacionalidades más desarrolladas del oeste. A los 90 millones de gran rusos que constituían la masa principal de la población, se añadían sucesivamente, 90 millones de “alógenos”.
Así se constituía el Imperio en la composición en la que la nación dominante sólo estaba integrada por un 43% de la población, en tanto que el otro 57% era una mezcla de nacionalidades, de cultura y de régimen diferentes. La presión nacional era en Rusia incomparablemente más brutal que en los Estados vecinos, y a decir verdad, no sólo de los que estaban del otro lado de la frontera occidental, sino también de la oriental. Esto confería al problema nacional una enorme fuerza explosiva.
La burguesía liberal rusa no quería, ni en la cuestión nacional ni en la cuestión agraria, ir más allá de ciertas atenuantes del régimen de opresión y de violencia. Los gobiernos “demócratas” de Miliukov y de Kerensky, que reflejaban los intereses de la burguesía y de la burocracia gran rusa, se apuraron durante los ocho meses de su existencia precisamente a hacerles comprender a las nacionalidades descontentas: sólo obtendrán lo que arranquen por la fuerza.
Hacía mucho que Lenin había tomado en consideración la inevitabilidad del desarrollo del movimiento nacional centrífugo. El Partido Bolchevique luchó obstinadamente durante años por el derecho de autodeterminación de las nacionalidades, es decir, por el derecho a la completa separación estatal. Es sólo gracias a esta valiente posición en la cuestión nacional que el proletariado ruso pudo ganar poco a poco la confianza de las poblaciones oprimidas. El movimiento de liberación nacional, así como el movimiento campesino, se tornaron forzosamente contra la democracia oficial, fortificaron al proletariado, y se lanzaron sobre el lecho de la insurrección de Octubre.
Así se devela poco a poco frente a nosotros el enigma de la insurrección proletaria en un país históricamente atrasado. Mucho tiempo antes de los acontecimientos, los revolucionarios marxistas habían previsto la marcha de la revolución y el rol histórico del joven proletariado ruso. Quizá se me permita dar aquí un extracto de mi propia obra sobre el año 1905, Resultados y perspectivas:
En un país económicamente atrasado el proletariado puede llegar al poder antes que en un país capitalista adelantado (…). La revolución rusa creada (…) en tales condiciones en las que el poder puede pasar (con la victoria de la revolución, debe pasar) al proletariado incluso antes que la política del liberalismo burgués tenga la posibilidad de desplegar su genio estadista.
El destino de los intereses revolucionarios más elementales de los campesinos (…) se liga al destino de la revolución, es decir, al destino del proletariado. Una vez llegado al poder, el proletariado aparecerá frente a los campesinos como el emancipador de clase.
El proletariado entra en el gobierno como representante revolucionario de la nación, como dirigente reconocido del pueblo en lucha contra el absolutismo y la barbarie de la servidumbre (…).
El régimen proletario deberá desde el principio pronunciarse por la solución de la cuestión agraria, a la que está ligada la cuestión de la suerte de las potentes masas populares de Rusia.
Me he permitido traer esta cita para testimoniar que la teoría de la Revolución de Octubre presentada hoy por mí, no es una improvisación rápida, construida más tarde, bajo la presión de los acontecimientos. No, fue emitida bajo forma de pronóstico político mucho tiempo antes de la Revolución de Octubre. Ustedes estarán de acuerdo que la teoría, en general, sólo tiene valor en la medida en que ayuda a prever el curso del desarrollo y a influenciarlo hacia sus objetivos. En esto mismo consiste, hablando en términos generales, la importancia inestimable del marxismo como arma de orientación social e histórica. Lamento que los estrechos límites de esta exposición no me permitan extender la cita precedente de una manera más amplia; tendré que conformarme con un corto resumen de todo lo que he escrito del año 1905.
Según sus tareas inmediatas, la revolución rusa es una revolución burguesa. Pero, la burguesía rusa es antirrevolucionaria. Por consiguiente, la victoria de la revolución sólo es posible como victoria del proletariado. Sin embargo, el proletariado victorioso no se detendrá en el programa de la democracia burguesa, sino que pasará al programa del socialismo. La revolución rusa será la primera etapa de la revolución socialista mundial.
Tal era la teoría de la revolución permanente, formulada por mí en 1905 y más tarde expuesta a la crítica más virulenta bajo el nombre de “trotskismo”. Pero, en realidad, esto no es más que una parte de esta teoría. La otra, particularmente de actualidad ahora, expresa:
Las fuerzas productivas actuales hace ya tiempo que han rebasado las barreras nacionales. La sociedad socialista es irrealizable en los límites nacionales. Por importantes que puedan ser los éxitos económicos de un Estado obrero aislado, el programa del “socialismo en un solo país” es una utopía pequeñoburguesa. Sólo una Federación europea, y luego mundial, de Repúblicas socialistas, puede abrir el camino a una sociedad socialista armónica.
Hoy, después de la prueba de los acontecimientos, tengo menos razones que nunca para contradecirme de esta teoría.
Después de todo lo dicho, ¿merece la pena seguir tomando en cuenta al escritor fascista Malaparte, que me atribuye una táctica independiente de la estrategia, resultante de ciertas recetas técnicas, aplicables siempre y bajo cualquier circunstancia? Es en todo caso bueno que el miserable teórico del golpe de Estado, permite distinguirlo fácilmente del práctico victorioso del mismo: nadie correrá el riesgo de confundir a Malaparte con Bonaparte.
Sin la insurrección armada del 25 de octubre de 1917 el Estado soviético no existiría. Pero la insurrección no cayó del cielo. Para el triunfo de la Revolución de Octubre eran necesarias una serie de premisas históricas:
1. La podredumbre de las viejas clases dominantes; de la nobleza, de la monarquía, de la burocracia; 2. La debilidad política de la burguesía, que no tenía ninguna raíz en las masas populares; 3. El carácter revolucionario de la cuestión agraria; 4. El carácter revolucionario del problema de las nacionalidades oprimidas; 5. El peso social del proletariado;
A estas premisas orgánicas hay que agregar condiciones coyunturales excepcionalmente importantes:
6. La Revolución de 1905 fue la gran escuela, o según la expresión de Lenin, el “ensayo general” de la Revolución de 1917. Los soviets, como forma de organización irreemplazable de frente único proletario en la revolución, fueron organizados por primera vez en 1905; 7. La guerra imperialista agudizó todas las contradicciones, arrancó a las masas atrasadas de su estado de inmovilidad, preparando así el carácter grandioso de la catástrofe.
Pero todas estas condiciones, que eran suficientes para que la revolución estalle, eran insuficientes para asegurar la victoria del proletariado en la revolución. Para esta victoria todavía falta una octava condición: el Partido Bolchevique.
Si yo enumero esta condición en último lugar de la serie sólo es porque esto se corresponde a la consecuencia lógica, y no porque atribuya al partido el lugar menos importante.
No; estoy muy lejos de tal pensamiento. La burguesía liberal puede tomar el poder, y lo ha hecho muchas veces, como resultado de luchas en las cuales no había participado: para ello posee órganos de órganos de control magníficamente desarrollados. Sin embargo, las masas laboriosas se encuentran en otra situación; se las ha acostumbrado a dar y no a tomar. Trabajan, son pacientes el mayor tiempo posible, esperan, pierden la paciencia, se sublevan, combaten, mueren, dan la victoria a otros, son traicionadas, caen en el desaliento, se someten, vuelven a trabajar. Así es la historia de las masas populares bajo todos los regímenes. Para tomar con seguridad y firmeza el poder en sus manos, el proletariado necesita un partido que sobrepase ampliamente a los demás en claridad de pensamiento y en decisión revolucionaria.
El partido de los bolcheviques, que más de una vez ha sido designado, y con razón, como el partido más revolucionario en la historia de la humanidad, era la condensación viva de la nueva historia de Rusia, de todo lo que había en ella de dinámico. Hacía ya mucho tiempo que la caída de la monarquía se había convertido en la condición indispensable para el desarrollo de la economía y de la cultura. Pero faltaban las fuerzas para responder a esta tarea. La burguesía se horrorizaba frente a la revolución. Los intelectuales intentaron dirigir al campesino bajo sus pantalones. Incapaz de generalizar sus propias penas y objetivos, el mujik dejó sin respuesta esta exhortación. La intelligentzia se armó de dinamita; toda una generación se consumió en esta lucha. El 1 de marzo de 1887, Alexander Ulianov llevó a cabo el último de los grandes atentados terroristas. La tentativa contra Alejandro III fracasó. Ulianov y los demás participantes fueron ahorcados. El intento de sustituir la clase revolucionaria por una preparación química, había naufragado. Aun la inteligencia más heroica, no es nada sin las masas. Bajo la impresión inmediata de estos hechos y de sus conclusiones creció y se formó el más joven de los hermanos Ulianov, Vladimir, el futuro Lenin; la figura más grande de la historia rusa. Tempranamente en su juventud, se ubicó en el terreno del marxismo y enfocó su mirada hacia el proletariado. Sin perder un instante de vista a la aldea, buscó el camino hacia el campesinado a través de los obreros. Habiendo heredado de sus precursores revolucionarios la resolución, la capacidad de sacrificio, la disposición de llegar hasta el fin, Lenin se convirtió en sus años de juventud en el educador de la nueva generación intelectual y de los obreros avanzados. En las huelgas y luchas callejeras, en las prisiones y en la deportación, los obreros adquirieron el temple necesario. El proyector del marxismo les era necesario para iluminar en la oscuridad de la autocracia su camino histórico.
En 1883 nació en la emigración el primer grupo marxista. En 1898, en una asamblea clandestina, fue proclamada la creación del Partido Socialdemócrata Obrero Ruso (en esta época nos llamábamos todos socialdemócratas). En 1903 tuvo lugar la escisión entre bolcheviques y mencheviques. En 1912, la fracción bolchevique se convirtió definitivamente en un partido independiente.
Este partido aprendió a reconocer la mecánica de clase de la sociedad en las luchas, en los acontecimientos grandiosos, durante 12 años (1905-17). Educó cuadros de militantes aptos, tanto para la iniciativa como para la disciplina. La disciplina de la acción revolucionaria se apoyaba en la unidad de la doctrina, las tradiciones de las luchas comunes y la confianza hacia una dirección probada.
Este era el partido en 1917. Mientras que la “opinión pública” oficial y las toneladas de papel de la prensa intelectual lo subestimaban, el Partido Bolchevique se orientaba según el curso del movimiento de las masas. Tenía en sus manos firmemente la palanca sobre fábricas y regimientos. Las masas campesinas se dirigían cada vez con más hacia él. Si se entiende por nación no las cumbres privilegiadas, sino la mayoría del pueblo, es decir, los obreros y los campesinos, entonces el bolchevismo se transformó, en el curso del año 1917, en el único partido ruso verdaderamente nacional.
En 1917, Lenin, obligado a vivir en la clandestinidad, dio la señal: “La crisis está madura, la hora de la insurrección se aproxima”. Tenía razón. Las clases dominantes habían caído en un impasse frente a los problemas de la guerra y de la liberación nacional. La burguesía perdió definitivamente la cabeza. Los partidos democráticos, los mencheviques y los socialistas revolucionarios, disiparon el último resto de la confianza de las masas, sosteniendo la guerra imperialista por su política de compromisos impotentes y de concesiones a los propietarios burgueses y feudales. El ejército, despertada su conciencia, se negaba a luchar por los objetivos del imperialismo que le eran extraños. Sin prestar atención a los consejos democráticos, el campesinado expulsó a los terratenientes de sus terrenos. La periferia nacional oprimida del imperio se dirigió contra la burocracia petersburguesa. En los más importantes consejos de obreros y soldados, los bolcheviques dominaban. Los obreros y soldados exigían hechos. El absceso estaba maduro. Hacía falta un corte de bisturí.
La insurrección sólo fue posible en estas condiciones sociales y políticas. Y también fue implacable. Pero no se puede jugar con la insurrección. Desgraciado del cirujano que manipula con negligencia el bisturí. La insurrección es un arte. Tiene sus leyes y sus reglas.
El partido realizó la insurrección de Octubre con un cálculo frío y una resolución ardiente. Gracias a esto precisamente triunfó casi sin víctimas. Por medio de los soviets victoriosos, los bolcheviques se colocaron a la cabeza del país que abarca una sexta parte de la superficie terrestre.
Supongo que la mayoría de mis oyentes de hoy no se ocupaban todavía de política en 1917. Tanto mejor. La joven generación tiene ante sí muchas cosas interesantes, pero no siempre fáciles. Sin embargo, los representantes de las viejas generaciones, en esta sala, recordarán muy bien cómo fue recibida la toma del poder por los bolcheviques: como una curiosidad, un equívoco, un escándalo, o más, como una pesadilla que debía disiparse con el primer rayo del sol. Los bolcheviques se mantendrían 24 horas, una semana, un mes, un año. Había que ampliar, cada vez más, el plazo… Los amos del mundo entero se armaban contra el primer Estado obrero: desencadenamiento de la guerra civil, nuevas y nuevas intervenciones, bloqueo. Así pasó un año después del otro. La historia tiene que contar ya 15 años de existencia del poder soviético.
Sí, dirá algún adversario: la aventura de Octubre se ha mostrado mucho más sólida de lo que entre nosotros pensábamos. Quizá no fue completamente una “aventura”. Pero, la cuestión conserva toda su fuerza: ¿qué se ha obtenido a este precio tan elevado? ¿Se puede decir que se hayan realizado estas tareas tan brillantes anunciadas por los bolcheviques en vísperas de la insurrección? Antes de responder al supuesto adversario, observemos que esta pregunta no es nueva. Al contrario, se remonta a los primeros pasos de la Revolución de Octubre, desde el día de su nacimiento.
El periodista francés, Claude Anet, que estaba en Petrogrado durante la revolución, escribía ya el 27 de octubre de 1917: “Los maximalistas –así llamaban los franceses entonces a los bolcheviques– han tomado el poder y la gran luz ha llegado. Finalmente, me digo, voy a ver cómo se realiza el Edén socialista que nos vienen prometiendo desde hace tantos años… ¡Admirable aventura! ¡Posición privilegiada!”, etc., etc., y así sucesivamente. ¡Qué odio sincero se oculta tras estos saludos irónicos! Al día siguiente de la toma del Palacio de Invierno, el periodista reaccionario se apuraba a anunciar sus pretensiones en una carta de entrada al Edén.
Quince años han transcurrido desde la insurrección. Sin formalidades mayores, los adversarios manifiestan su maligna alegría al comprobar que, todavía hoy, el país de los soviets se asemeja muy poco al reino del bienestar general. ¿Por qué entonces la revolución y por qué las víctimas?
Queridos oyentes, me permito pensar que no desconozco las contradicciones, las dificultades, las faltas y las insuficiencias del régimen soviético tan bien como cualquiera. Personalmente jamás traté de disimularlas, ni en palabras ni por escrito. Pensé y sigo pensando, que la política revolucionaria –a diferencia de la conservadora– no puede ser edificada sobre el engaño. “Expresar lo que es” debe ser el principio más elevado del Estado obrero.
Pero es necesario tener perspectiva, tanto en la crítica como en la actividad creadora. El subjetivismo es un mal indicador, sobre todo en las grandes cuestiones. Los plazos deben ser adaptados a las tareas y no a los caprichos individuales. ¡Quince años! ¿Qué es esto para una sola vida? Durante este tiempo fueron enterrados muchos de nuestra generación, otros han visto encanecer sus cabellos. Pero estos mismos quince años: ¡qué período más insignificante en la vida de un pueblo! Nada más que un minuto en el reloj de la historia.
El capitalismo necesitó siglos para afirmarse en la lucha contra la Edad Media, para elevar la ciencia y la técnica, para construir ferrocarriles, para tender hilos eléctricos. ¿Y entonces? Entonces, la humanidad fue lanzada por el capitalismo al infierno de las guerras y las crisis. Pero al socialismo, sus adversarios, es decir, los partidarios del capitalismo, sólo le dan una década y media para instaurar sobre la tierra el paraíso con todo el confort. No, nosotros no nos hemos asumido sobre nuestras espaldas semejantes obligaciones.
No hemos establecido tales plazos. Se deben medir a los procesos de grandes cambios con una escala adecuada. No sé si la sociedad socialista se asemejará al paraíso bíblico; lo dudo mucho. Pero en la Unión Soviética todavía no existe el socialismo. Un Estado de transición, lleno de contradicciones, cargado con la pesada herencia del pasado, y además, bajo la presión enemiga de los Estados capitalistas: esto es lo que allí predomina. La Revolución de Octubre ha proclamado el principio de la nueva sociedad. La República soviética sólo ha mostrado el primer estadio de su realización. La primera lámpara de Edison fue muy imperfecta. Bajo las faltas y los errores de la primera edificación socialista se debe saber discernir el porvenir.
¿Y las calamidades que se abaten sobre los seres vivos? ¿Los resultados de la revolución justifican las víctimas causadas por ella? Pregunta estéril y profundamente retórica: ¡como si el proceso de la historia fuera el resultado de un balance de contabilidad! Con mayor razón, ante las dificultades y penas de la existencia humana, se podría preguntar: ¿para esto vale la pena vivir? Heine escribió a este propósito: “y el tonto espera la contestación” … Las meditaciones melancólicas no impidieron al hombre engendrar y nacer. Aun en esta época, de una crisis mundial sin precedentes, los suicidios constituyen, felizmente, un porcentaje muy bajo. Pero los pueblos no tienen la costumbre de buscar un refugio en el suicidio, sino que buscan la salida a las cargas insoportables en la revolución.
Por otra parte, ¿quién se indigna con respecto a las víctimas de la revolución socialista? Muy frecuentemente, son los que han preparado y glorificado las víctimas de la guerra imperialista o, por lo menos, los que se han acomodado muy fácilmente a ella. Podemos preguntar nosotros: ¿Está justificada la guerra? ¿Qué nos ha dado? ¿Qué nos ha enseñado?
En sus once volúmenes de difamación contra la gran Revolución francesa, el historiador reaccionario Hipólito Taine describe, no sin alegría maligna, los sufrimientos del pueblo francés en los años de la dictadura jacobina y los que la siguieron. Fueron, sobre todo, penosos para las capas inferiores de las ciudades, los plebeyos, que, como sans-culottes, dieron a la revolución lo mejor de su vida. Ellos o sus mujeres pasaban noches frías en las colas para volver al día siguiente con las manos vacías al hogar helado. En el décimo año de la revolución, París era más pobre que antes de su estallido. Datos cuidadosamente escogidos, artificiosamente completados, sirven a Taine para fundamentar su veredicto destructor contra la revolución. “Mirad a los plebeyos, querían ser dictadores y han caído en la miseria”.
Es difícil imaginar un moralista más mediocre: en primer lugar, si la revolución hubiera arrojado al país en la miseria, la culpa recaería, ante todo, sobre las clases dirigentes, que habían empujado al pueblo a la revolución. En segundo lugar, la gran Revolución Francesa no se agotó en las colas del hambre, ante las panaderías. ¡Toda la Francia moderna, bajo ciertas relaciones toda la civilización moderna, han salido del baño de la Revolución Francesa!
En el curso de la guerra civil de los Estados Unidos , durante los años ‘60 del siglo pasado, murieron 500.000 hombres. ¿Se han justificado estas víctimas?
¡Desde el punto de vista de los esclavistas norteamericanos y de las clases dominantes de la Gran Bretaña que marchaban con ellos, ¡no! ¡Desde el punto de vista del negro y del obrero británico, ¡completamente! Y desde el punto de vista del desarrollo de la humanidad, en su conjunto, sobre esto no se puede tener la menor duda. De la guerra civil del año ‘60 han salido los Estados Unidos actuales, con su iniciativa práctica desmesurada, la técnica racionalista, el auge económico. Sobre estas conquistas del americanismo, la humanidad edificará la nueva sociedad.
La Revolución de Octubre ha penetrado más profundamente que todas las precedentes en el santuario de la sociedad, en las relaciones de propiedad. Son necesarios plazos más largos para que se manifiesten las fuerzas creadoras en todos los terrenos de la vida. Pero la orientación general del cambio es ya, desde ahora, clara: la República de los Soviets no tiene por qué agachar la cabeza ni emplear el lenguaje de la excusa.
Para apreciar el nuevo régimen desde el punto de vista del desarrollo humano, primero se debe responder a la pregunta: ¿de qué manera se exterioriza el progreso social y cómo se puede medir?
El criterio más objetivo, el más profundo y el más indiscutible es: el progreso puede medirse por el crecimiento de la productividad del trabajo social. La estimación de la Revolución de Octubre, desde este ángulo, ya ha sido dada por la experiencia. Por primera vez en la historia el principio de organización socialista ha demostrado su capacidad, suministrando resultados de producción jamás obtenidos en un corto período. En cifras de índole global, la curva del desarrollo industrial de Rusia se expresa como sigue: pongamos para el año 1913, el último año de anteguerra, el número 100. El año 1920, fin de la guerra civil, es también el punto más bajo de la industria: 25 solamente, es decir, un cuarto de la producción de anteguerra; en 1929, aproximadamente 200; en 1932, 300, es decir, el triple más que en vísperas de la guerra.
El cuadro aparecerá todavía más claro a la luz de los índices internacionales. De 1925 a 1932 la producción industrial de Alemania disminuyó alrededor de una vez y media; en Norteamérica, alrededor del doble; en la Unión Soviética ha ascendido a más del cuádruple: las cifras no pueden ser más elocuentes.
De ninguna manera pienso negar o disimular los lados sombríos de la economía soviética. Los resultados de los índices industriales están extraordinariamente influenciados por el desarrollo desfavorable de la economía agraria, es decir, del dominio que aún no ha entrado en los métodos socialistas, pero que fue llevado, al mismo tiempo, hacia el camino de la colectivización, sin preparación suficiente, más bien burocrática que técnica y económicamente. Esta es una gran cuestión que, sin embargo, rebasa los marcos de mi conferencia.
Las cifras índices presentadas requieren todavía una reserva esencial: los éxitos indiscutibles y brillantes a su manera de la industrialización soviética exigen una verificación económica ulterior, desde el punto de vista de la armonía recíproca de los diferentes elementos de la economía, de su equilibrio dinámico y, por consiguiente, de su capacidad de rendimiento. Grandes dificultades y aun retrocesos son todavía inevitables.
El socialismo no surge, en su forma acabada, del plan quinquenal como Minerva de la cabeza de Júpiter o Venus de la espuma del mar. Nos hallamos todavía ante décadas de trabajo obstinado, de faltas, de mejoramientos y de reconstrucción. Por otra parte, no olvidemos que la edificación socialista, según su esencia, sólo puede alcanzar su coronamiento en la arena internacional. Pero aun el balance económico más desfavorable de los resultados obtenidos hasta el presente sólo podría revelar la inexactitud de los datos, las fallas del plan y los errores de la dirección; pero en ningún caso contradecir el hecho establecido empíricamente: la posibilidad de elevar la productividad del trabajo colectivo a una altura jamás conocida, con ayuda de métodos socialistas. Esta conquista, de una importancia histórica mundial, nadie ni nada nos la podrá arrebatar.
Después de lo que queda dicho, casi no vale la pena detenerse en los lamentos, según los cuales la Revolución de Octubre ha conducido a Rusia a la declinación cultural. Esta es la voz de las clases dominantes y de los salones inquietos. La “cultura” aristocrático-burguesa derrocada por la revolución proletaria sólo era imitación decorativa de la barbarie. Mientras que fue inaccesible al pueblo ruso, poco aportó al tesoro de la humanidad.
Pero también en lo que concierne a esta cultura, tan llorada por la emigración blanca, se debe precisar la cuestión: ¿en qué sentido ha sido destruida? En un solo sentido: el monopolio de una pequeña minoría sobre los bienes de la cultura ha quedado deshecho. Pero todo lo que era realmente cultural en la antigua cultura rusa permanece intacto. Los “hunos” bolcheviques no han pisoteado ni las conquistas del pensamiento ni las obras del arte. Por el contrario, han restaurado cuidadosamente los monumentos de la creación humana y los han puesto en orden ejemplar. La cultura de la monarquía, de la nobleza y de la burguesía se ha convertido, al presente, en la cultura de los museos históricos.
El pueblo visita con entusiasmo estos museos, pero no vive en los museos. Aprende, construye. El solo hecho de que la Revolución de Octubre haya enseñado al pueblo ruso, a las decenas de pueblos de la Rusia zarista, a leer y a escribir, tiene mucha más importancia que toda la cultura en conserva de la Rusia de antaño.
La Revolución de Octubre ha creado la base de una nueva cultura destinada no a los elegidos, sino a todos. Las masas del mundo entero lo sienten: de aquí su simpatía por la Unión Soviética, tan ardiente como era antes su odio contra la Rusia zarista.
Queridos oyentes: Ustedes saben que el lenguaje humano representa un instrumento irreemplazable, no sólo para designar los acontecimientos, sino también para su estimación. Descartando lo accidental, lo episódico, lo artificial, absorbe lo real, lo caracteriza y condensa. Noten con qué sensibilidad las lenguas de las naciones civilizadas han distinguido dos épocas en el desarrollo de Rusia. La cultura aristocrática aportó al mundo barbarismos tales como zar, cosaco, pogrom, nagaika [látigo]. Ustedes conocen estas palabras y saben su significado. Octubre aportó a las lenguas del mundo palabras tales como bolchevique, soviet, koljós, posplan [Comisión del plan], piatiletka [Plan quinquenal]. ¡Aquí la lingüística práctica rinde su juicio histórico supremo!
El significado más profundo –sin embargo, más difícilmente sometido a una prueba inmediata– de cada revolución, consiste en cómo forma y templa el carácter popular. La representación del pueblo ruso como un pueblo lento, pasivo, melancólico, místico, es ampliamente extendida y no por casualidad. Tiene sus raíces en el pasado. Pero, hasta el presente, estas modificaciones profundas que la Revolución de Octubre ha introducido en el carácter del pueblo ruso no son suficientemente tomadas en consideración en Occidente. ¿Podía esperarse otra cosa?
Cada hombre que tenga una experiencia de la vida puede despertar en su memoria la imagen de un adolescente cualquiera, conocido por él, que –impresionable, lírico, sentimental finalmente– se transforma más tarde, de un solo golpe, bajo la acción de un fuerte choque moral, en un muchacho fuerte, mejor templado, que ya no se lo puede reconocer. En el desarrollo de toda una nación, la revolución realiza transformaciones morales del mismo tipo.
La insurrección de Febrero contra la autocracia, la lucha contra la nobleza, contra la guerra imperialista, por la paz, por la tierra, por la igualdad nacional, la insurrección de Octubre, el derrocamiento de la burguesía y de los partidos que tendían a los acuerdos con ella, tres años de guerra civil sobre un frente de 8.000 kilómetros, los años del bloqueo, de miseria, hambre y epidemias, los años de tensa edificación económica, las nuevas dificultades y privaciones; todo esto integra una ruda, pero buena escuela. Un pesado martillo destruye el vidrio, pero forja el acero. El martillo de la revolución forja el acero del carácter del pueblo.
“¡Quién lo había de creer!” Se debía ya creer. Poco después de la insurrección, uno de los generales zaristas, Zaleski, se escandalizaba de que “un portero o un guarda se convirtiera de pronto en un presidente de tribunal; un enfermero, en director de hospital; un barbero, en dignatario; un alférez, en comandante supremo; un jornalero, en alcalde; un obrero calificado, en director de empresa”.
“¡Quién lo habría de creer!” Se debía ya creer. Pese que no se creyera, en tanto, los sargentos batían a los generales; el maestro, antes jornalero, derribaba la resistencia de la vieja burocracia; el conductor ponía orden en los transportes; el obrero calificado, como director, restablecía la industria. “¡Quién lo habría de creer!” Que se trate ahora de no cree…
Para explicar la paciencia desacostumbrada que las masas populares de la Unión Soviética demostraron en los años de la revolución, muchos observadores extranjeros recurren, ya por hábito, a la pasividad del carácter ruso. ¡Grosero anacronismo! Las masas revolucionarias soportaron las privaciones pacientemente, pero no pasivamente. Ellas construyen con sus propias manos un porvenir mejor, y quieren crearlo a cualquier precio. ¡Que el enemigo de clase trate solamente de imponer a estas masas pacientes, desde fuera, su voluntad! ¡No, más vale que no lo intente!
Para terminar, tratemos de fijar el lugar de la Revolución de Octubre no solamente en la historia de Rusia, sino también en la historia del mundo. Durante el año 1917, en el intervalo de ocho meses, dos curvas históricas convergen. La Revolución de Febrero –este eco tardío de las grandes luchas que se desarrollaron en los siglos pasados sobre el territorio de los Países Bajos, Inglaterra, Francia, casi toda la Europa continental– se une a la serie de las revoluciones burguesas. La Revolución de Octubre proclama y abre la dominación del proletariado. Es el capitalismo mundial quien sufre, sobre el territorio de Rusia, su primera gran derrota. La cadena se rompió por el eslabón más débil. Pero es la cadena, y no solamente el eslabón, lo que se rompió.
El capitalismo como sistema mundial se sobrevive históricamente. Ha terminado de cumplir su misión esencial: la elevación de la potencia y la riqueza humana. La humanidad no puede estancarse en el peldaño alcanzado. Sólo un poderoso empuje de las fuerzas productivas y una organización justa, planificada, es decir, socialista, de producción y distribución, puede asegurar a los hombres –a todos los hombres– un nivel de vida digno y conferirles al mismo tiempo el sentimiento precioso de la libertad frente a su propia economía. La libertad bajo dos tipos de relaciones: en primer lugar, el hombre no se verá ya obligado a consagrar su vida entera al trabajo físico.
En segundo lugar, ya no dependerá de las leyes del mercado, es decir, de las fuerzas ciegas y oscuras que se edifican sobre sus espaldas. Edificará libremente su economía, es decir, según un plan, compás en mano. Esta vez, se trata de radiografiar la anatomía de la sociedad, de descubrir todos sus secretos y de someter todas sus funciones a la razón y a la voluntad del hombre colectivo. En este sentido, el socialismo debe convertirse en una nueva etapa en el crecimiento histórico de la humanidad. A nuestro ancestro que se armó por primera vez de un hacha de piedra, toda la naturaleza se le presentó como la conjuración de una potencia misteriosa y hostil. Más tarde, las ciencias naturales, en estrecha colaboración con la tecnología práctica, iluminaron la naturaleza hasta en sus oscuridades más profundas. Por medio de la energía eléctrica, el físico pronuncia ahora su juicio sobre el núcleo atómico. No está lejos la hora en que –como en un juego– la ciencia resolverá la quimera de la alquimia, transformando el estiércol en oro y el oro en estiércol. Allá donde los demonios y las furias de la naturaleza se desataban, reina ahora, cada vez con más energía, la voluntad habilidosa del hombre.
Mientras que el hombre luchó victoriosamente con la naturaleza, edificó a ciegas sus relaciones con los demás, casi al igual que las abejas y las hormigas. Con retraso y muy indeciso, abordó los problemas de la sociedad humana. Empezó por la religión, para pasar después a la política. La Reforma representa el primer éxito del individualismo y del racionalismo burgués en un terreno donde había reinado una tradición muerta. El pensamiento crítico pasó de la Iglesia al Estado. Nacida en la lucha contra el absolutismo y las condiciones medievales, la doctrina de la soberanía popular y de los derechos del hombre y del ciudadano creció. Así se formó el sistema del parlamentarismo. El pensamiento crítico penetró en el dominio de la administración del Estado. El racionalismo político de la democracia significaba la más alta conquista de la burguesía revolucionaria.
Pero entre la naturaleza y el Estado se encuentra la economía. La técnica liberó al hombre de la tiranía de los viejos elementos: la tierra, el agua, el fuego y el aire para someterle inmediatamente a su propia tiranía. El hombre deja de ser esclavo de la naturaleza para convertirse en esclavo de la máquina y, peor aún, en esclavo de la oferta y la demanda. La actual crisis mundial testimonia, de una manera particularmente trágica, cómo este dominador altivo y audaz de la naturaleza permanece siendo el esclavo de los poderes ciegos de su propia economía. La tarea histórica de nuestra época consiste en reemplazar el juego incontrolable del mercado por un plan razonable, en disciplinar las fuerzas productivas, en obligarlas a obrar en armonía, sirviendo así dócilmente a las necesidades del hombre. Solamente sobre esta nueva base social el hombre podrá enderezar su espalda fatigada, y no ya sólo los elegidos, sino todos y todas, llegar a ser ciudadanos con plenos poderes en el dominio del pensamiento.
Sin embargo, esto no es todavía el fin del camino. No, sólo es el comienzo. El hombre se considera el coronamiento de la creación. Tiene para ello, ciertos derechos. ¿Pero quién se atreve a afirmar que el hombre actual sea el último representante, el más elevado de la especie homo sapiens? No; físicamente, como espiritualmente, está muy lejos de la perfección, este aborto biológico, cuyo pensamiento está enfermo y que no se ha creado ningún nuevo equilibrio orgánico.
Verdad es que la humanidad ha producido más de una vez gigantes del pensamiento y de la acción que sobrepasaban a sus contemporáneos como cumbres en una cadena de montañas. El género humano tiene derecho a estar orgulloso de sus Aristóteles, Shakespeare, Darwin, Beethoven, Goethe, Marx, Edison, Lenin. ¿Pero por qué estos hombres son tan escasos? Ante todo, porque han salido, casi sin excepción, de las clases elevadas y medias. Salvo raras excepciones, los destellos del genio quedan ahogados en las entrañas oprimidas del pueblo, antes que ellas puedan incluso brotar. Pero también porque el proceso de generación, de desarrollo y de educación del hombre permaneció y permanece siendo en su esencia obra del azar; no esclarecido por la teoría y la práctica; no sometido a la conciencia y a la voluntad.
La antropología, la biología, la fisiología, la psicología, han reunido montañas de materiales para erigir ante el hombre, en toda su amplitud, las tareas de su propio perfeccionamiento corporal y espiritual y de su desarrollo ulterior. Por la mano genial de Sigmund Freud, el psicoanálisis levantó la envoltura del pozo nombrada poéticamente el “alma” del hombre. ¿Y qué nos ha revelado? Nuestro pensamiento consciente no constituye más que una pequeña parte en el trabajo de las oscuras fuerzas psíquicas. Buzos sabios descienden al fondo del océano y fotografían la fauna misteriosa. Para que el pensamiento humano descienda al fondo de su propio océano psíquico debe iluminar las fuerzas motrices misteriosas del alma y someterlas a la razón y a la voluntad.
Cuando haya terminado con las fuerzas anárquicas de su propia sociedad, el hombre trabajará sobre sí mismo en los morteros, con las herramientas del químico.
Por primera vez, la humanidad se considerará a sí misma como una materia prima y, en el mejor de los casos, como un producto semiacabado físico y psíquico.
El socialismo significará un salto del reino de la necesidad al reino de la libertad, en el sentido de que el hombre de hoy, plagado de contradicciones y sin armonía, franqueará la vía hacia una nueva especie más feliz.